Pía Marchegiani y María Laura Castillo Díaz
La carrera por controlar la cadena de suministros de los ahora llamados minerales críticos, o minerales para la transición energética, abre un nuevo capítulo en la disputa geopolítica global. Tras la pandemia y con el conflicto bélico en Ucrania, que demostró la vulnerabilidad de las cadenas de suministro, países de Norteamérica, de Europa, y de Asia, en particular China, compiten no solo por dominar las tecnologías de los productos finales, sino también por el acceso a los depósitos de estos minerales, que de momento son centrales para el almacenamiento de energía, como es el caso de las baterías para los automóviles eléctricos. En un contexto de crisis climática, estos productos podrían disminuir la dependencia de los combustibles fósiles, si existe infraestructura de apoyo y son abastecidos por fuentes renovables.
Los países como Argentina, que tienen junto a Bolivia y Chile, cerca del 60% de las reservas de litio en salmuera, ven este interés por el litio como una ventana de oportunidad para atraer inversiones, en particular en un contexto de elevados precios, y en mucho menor medida, buscan apuntalar procesos vinculados al desarrollo de alguna parte de las baterías en el país. Sin embargo, poca importancia le prestan a los valores de los ecosistemas en los que se encuentra el litio y a la forma de vida de comunidades que allí habitan desde hace cientos de años.
Argentina es hoy el 4° productor mundial de este mineral y cuenta con alrededor de 50 proyectos en diferentes fases. Con el foco puesto en la generación de divisas que requiere el repago de la deuda externa, los gobiernos provinciales y el gobierno central priorizan estas inversiones, por sobre la realización de complejos, pero necesarios estudios hidrológicos para determinar si las operaciones pueden llegar a ser realizadas sin daños irreversibles al ambiente. Esto es especialmente preocupante en una región extremadamente frágil, en donde el agua es el bien escaso que define la supervivencia; su disponibilidad y calidad pueden resultar gravemente alterados por los impactos de la minería de litio, que ha sido considerada como una verdadera megaminería de agua por los volúmenes que demanda en sus procesos.
Las herramientas de gestión y política ambiental dirigidas a identificar los impactos ambientales para prevenirlos, o bien, no se aplican, como la evaluación ambiental estratégica, o se aplican deficientemente, como meros formalismos, como sucede con el proceso de evaluación de impacto ambiental. Estos últimos no se realizan con perspectiva integral de cuenca -sino que se circunscriben a espacios geográficos limitados-, y tampoco integran los usos de agua preexistentes de otras actividades económicas, ni los necesarios para la vida de las comunidades y la biodiversidad. Por último, tampoco cuentan con líneas de base ambiental sólidas, ni contemplan el impacto acumulativo o sinérgico de las operaciones en curso ni de las proyectadas.
Tampoco se comparte públicamente información ambiental ni se invierte tiempo suficiente para dar cumplimiento con los derechos de consentimiento libre, previo e informado, que exigen tiempo para dialogar con las comunidades para que puedan entender las consecuencias de la extracción del litio y el impacto en su vida y cultura, y en su caso, consentirla.
A raíz de ello, comunidades como las de Salinas Grandes y Laguna de Guayatayoc vienen llevando un proceso de resistencia y defensa de su territorio y derechos por más de doce años.
Sumado a esto, se promueve a la minería de litio como la solución al cambio climático, y no se tiene en cuenta que los humedales en los que se pretenden desarrollar tienen un enorme potencial para contribuir a la mitigación y a la adaptación de la biodiversidad y de las personas a sus efectos. Por ejemplo, allí existen microorganismos que tienen la capacidad de secuestrar y almacenar dióxido de carbono, mientras que su degradación podría provocar la liberación de los gases de efecto invernadero capturados en ellos.
Pensar al litio como una mera mercancía a exportar, en vez de resolver el problema de divisas, seguramente lo refuerce generando una nueva fase de desarrollo dependiente, comprando productos más caros como los posibles automóviles eléctricos. Lo que genera nuevos problemas de balanza de pagos y ciclos de endeudamiento, que reforzarán una vez más el ciclo vicioso de tener que explotar más naturaleza para pagar la deuda.
La pérdida de valiosa biodiversidad, formas de vida, saberes y culturas andinas, no solo convierte a estos territorios en zonas de sacrificio del modelo hiper-consumista del Norte global, que no busca reducir su demanda de minerales y naturaleza, sino que también refuerza desigualdades existentes, y obtura la posibilidad de pensar en un cambio de paradigma que coloque al cuidado de la vida de personas y ecosistemas en el centro, y que nos enseñe a vivir dentro de los límites planetarios.