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La resistencia de comunidades originarias a la extracción de litio en una obra de arte en la Puna

Gabriela Cabezón Cámara

Estamos adentro de la luz: en el potrero de las llamas de Don Luis, rodeados de montañas, a casi cuatro mil metros del mar. El cielo es celeste, celeste. Las rocas, medio anaranjadas. Y, acá y allá, hay un poco de verde. Con estos tres colores, y el blanco plateado y celestial, reflejo y origen en el Big Bang, de las Salinas Grandes y la cuenca de la laguna de Guayatayoc él se las arregla para todo. Para brillar de hermosura y para vivir. Las llamas, cuando salen de su corral, nos miran con sus ojos redondos y grandes, de pestañas largas y muy arqueadas. Una por una: salen, nos miran fijamente, corren hacia el pastizal, se nos pierden. A Don Luis no. Él sabe dónde están aunque ellas corran en todas direcciones, a toda velocidad. Le pregunto qué son esas bolsas de nylon que cuelgan de alambres en una parcela que tiene cercada. Vamos hasta ahí y veo también al espantapájaros, muy elegante. “No funcionó”, se ríe Don Luis. Quedan tres o cuatro plantas de habas. “¿Y cuánto da cada planta?”, le pregunta el historiador Bruno Fornillo. “Dos toneladas”, le contesta Don Luis, serio. Espera el efecto del chiste, nos ve las caras, después larga la carcajada.

La socióloga Maristella Svampa, y la politóloga Melisa Argento, lo corean. Claudia Aboaf, la escritora de ciencia ficción, establece relaciones locas entre los astros y los animales.

Y estamos todos adentro de una obra de arte. Una especie de performance interespecies, intercultural e interdisciplinaria liderada por la comunidad Aerocene. Aerocene convocó y allá fuimos gentes de muy diversas disciplinas. Los ya nombrados y la ensayista Graciela Speranza, la galerista Orly Benzacar, la curadora Inés Katzenstein, los abogados de la Asociación de Abogades Ambientalistas, Gastón Chillier y Enrique Viale, científicos y técnicos espaciales y, claro, los más importantes en esta historia: las comunidades kollas y atacamas que resisten el avance bárbaro de la extracción del litio en sus territorios, los que habitan hace milenios en coexistencia con los todos los otros seres que los conforman. Verónica Chávez, presidenta de la comunidad de Santuario Tres Pozos, un pueblo de la cuenca, lo resume así: “Nosotros nos tenemos que defender del atropello, aquí hay comunidades que tanto como el zorro, la vicuña y el lagarto quieren vivir tranquilos”.

Esto es una obra de arte, decía, una obra de arte relacional llevada adelante con una imaginación, una ingeniería y una poética impresionantes. Los presentes estuvimos metidísimos en lo que hicimos. Convivimos con la comunidad en San Francisco de Alfarcito. Charlamos, fuimos parte de los talleres, aprendimos de su cosmovisión calma, tejida con la tierra como está tejida la vida misma y, es casi increíble dado la ferocidad voraz que enfrentan hace más de quinientos años, tan resistente.

Escuchamos acerca de los apus: los cerros protectores que están tan animados como nosotros. Antes de pensar que ese pensamiento es mágico, acuérdense de que se nos habla a diario de “los mercados” como si fueran dioses. No cabe duda de que los apus son más vitales que los mercados. Comimos guisos exquisitos. Compartimos platos, cubiertos, chistes. Miramos las estrellas. Muertos de frío, a la noche baja mucho la temperatura, nos sentamos de espaldas a las pocas luces del pueblo y ahí la vía láctea relumbrante, tan llena de estrellas y curvada que, Bruno Fornillo lo percibió primero que nadie, sentimos la forma de bóveda del cielo así como la habrán percibido los antiguos, los de antes de la polución lumínica y de las otras. Como la siguen percibiendo las gentes que viven en territorios que todavía no fueron del todo destruidos por Occidente, que no se cansa de escupir los huesos de todo lo que se traga. Nebulosas vimos. La cruz del sur como una señal ineludible. Las estrellas fugaces. Todos quisimos ver alguna: la propia, la de todos, la que fuera. Las vimos. Y después entramos a la casa a cantar y bailar juntos. ¿Cómo se cuenta un encuentro entre, hasta horas antes, desconocidos? ¿Cómo les cuento que fluyeron puentes entre todos y cada uno?

Puentes de ir y venir como si navegáramos en aguas tibias y, cada tanto, pum, un abrazo hecho de palabras o de cuerpos bailando y cantando o compartiendo cosas. Muchas cosas.

Nos trajimos historias hermosas, como la que nos contó Levi, un escritor de San Francisco de Alfarcito, que le contaba su abuela: antes, los ojitos de agua eran muy salvajes y se tragaban las llamas de los caravaneros de la sal. Había un ojo en el sur y otro en el norte de las Salinas Grandes. El abuelo se enteró de un modo de recuperar las llamas con la carga de sal: tenía que encontrar un caballo muy veloz, más veloz que el agua. Tenía que entrar por el ojo del norte corriendo tan rápido que las patas del caballo batieran el agua e hicieran burbujas. Hasta que las burbujas aparecían en el ojo del sur. Y entonces expulsaban a las llamas perdidas. “Ahora”, dijo Levi, “los ojitos son mansos”. “Claro”, dijo Claudia Aboaf, “ahora está en riesgo todo lo salvaje, todo lo vivo de este territorio”.

Asistimos a las asambleas de las comunidades —fueron gentes de muchos pueblos de las Salinas a San Francisco de Alfarcito, la sede precolombina del encuentro— que toman cada decisión a mano alzada, por consenso. Así salió, después de dos días de talleres, la consigna de la escultura aérea que la comunidad Aerocene creó para este evento: un globo hecho de un material ultraliviano que vuela sin quemar ni gastar nada. Con la energía del sol y del aire nomás. Ya lo había hecho en las mismas salinas en 2020. Las esculturas aerosolares fueron y vinieron en este cielo casi transparente logrando un montón de récords: fue la primera vez que un globo que no utiliza ningún combustible voló en el cielo de la Tierra. Operado por una mujer.

La consigna que votaron las comunidades para el globo-rombo de esta vez, dice: “En complementariedad, cuidamos el agua”. Y es que estamos hablando de un socioecosistema. Decirle ecosistema nomás podría suponer para algunos soslayar a las sociedades humanas que lo habitan. Decirle, a la tierra sobre la que avanzan como conquistadores brutales, desierto. Una operación fundante de nuestra Nación Argentina. Es lo que hace el oficialismo jujeño cuando decide pasar por alto la consulta previa, libre e informada a la que lo obliga el convenio 169 de la OIT, al que la Nación adhiere. El oficialismo nacional, hay que decirlo, no parece muy preocupado por la decisión del jujeño.

Las comunidades deben dar consentimiento, o negarse, a lo que se realice sobre sus territorios. La extracción de litio supone un gasto sideral de agua dulce. En un contexto de sequía. Y en un socioecosistema de escasez hídrica. Acá, a la forma de fluir subterránea del agua que viene de las vertientes de las montañas, les dicen venas. Y tienen razón: la salina está viva y el agua es su sangre. Si le cortan las venas, la matan. Lo que se está decidiendo, cuando se dan las concesiones a las grandes corporaciones mineras internacionales, es sacrificar un territorio. Y a sus habitantes. Como dice el abogado Enrique Viale, una visión “eldoradista”: ese fantasma que recorre Latinoamérica desde la conquista. Ese lugar todo de oro —materia prima, commodity, producto básico como la soja o el petróleo y, por supuesto, el litio— que nos va a hacer ricos de repente. No existe: no nos ha hecho ricos la soja transgénica con sus venenos, no nos ha hecho ricos Vaca Muerta, no nos va a hacer ricos el litio. Además, las empresas pagan a la provincia apenas el 3% del valor de boca de mina —menos muchos de sus costos que devengan— de regalías de lo que, según sus propias declaraciones juradas, sacan de las minas. Levante la mano el ciudadano que no apreciaría pagar impuestos según sus propias declaraciones juradas de ganancias, sin más control. Bueno, las mineras lo hacen. Y al gobierno nacional le pagan otra suma aun más ridícula: el 1%. Esto no tiene por qué ser así. No se puede decidir la destrucción de un territorio por sobre la voluntad de los pueblos que lo habitan hace milenios. No se puede decidir alegremente sacrificar al otro. Que además, es siempre el mismo desde hace más de quinientos años: el indígena. El derecho a la salud, al ambiente sano, entre otros derechos humanos, como señaló el abogado Gastón Chillier en el encuentro, son de los primeros vulnerados por las empresas extractivistas, los gobiernos que las avalan.

Y ahí estuvimos todos juntos. Vimos el estreno de Pacha, la película que Tomás Saraceno hizo con el director Maxi Laina. Es una película abierta, sin fin, y colaborativa. Como este mismo encuentro. Como la ceremonia de ofrenda a la Pachamama por las mañanas, en el frío espeluznante, metidos adentro del aire brillante, pidiéndole a la Pacha fuerzas para seguir con el diálogo y la lucha.